Hace aproximadamente veinte años, el 11 de
Septiembre del 2001, la fábrica de los
sueños se tambaleó.
Siempre supimos que la ola de violencia y
terror que se proyectan en las películas, patrocinadas por Hollywood, era
agobiante y excesiva, pero esta vez, la solución no fue el triunfo de los
defensores del país y de la libertad, como tradicionalmente gustan los finales
de esas películas “made in USA”, sino la destrucción de las torres gemelas en
Nueva York y el Pentágono.
De la misma manera que
las grandes torres se desmoronaban ante el asombro del mundo, cayendo planta a
planta a “efecto dominó”, también el orgullo y la defensa nacional se
desvanecían por “arte de magia” ante los ojos incrédulos del mundo.
Este acontecimiento provocó un conflicto de
dimensiones mundiales que aun no se ha solucionado y que puso en guardia al
mundo occidental. Y parece como si hasta ese momento toda guerra o conflicto,
que se cuentan por cientos en el mundo, no hubieran tenido huella en ningún
rincón del mundo o al menos hubieran dejado “casi indiferentes” a muchos, que
se “rasgan las vestiduras” y piden la
lucha contra el terrorismo internacional.
Si este hecho sirve para
mirar con ojos de recelo al terrorismo de cualquier parte del mundo, sea de la
nación que sea, y dar carta de
ciudadanía a la solidaridad mundial, entonces los frutos perdurables de esa
grave acontecimiento no serán solamente los miles de muertos ni la destrucción
de unos edificios emblemáticos del país más influyente del mundo.
¡Toquen las campanas, a
gloria o a réquiem, “estamos en un nuevo milenio”!